Cuentos de Corso el Payaso: Disrupción

 



¡Claro que tengo algo que decir! ¿Por qué no? Toda mi vida he sido de personalidad implosiva, no me luce esa careta de social asertivo a la hora de comunicarme, pero hoy es distinto.

Desde niño me han enseñado a permanecer en silencio, así te prefieren los papás a la hora de la cena, fútbol en la televisión, noches, iglesia y cualquier otro sitio. Tal parece que la voz de un niño es como arañazos en las pizarras ante los oídos de los adultos. Ahora, dejémoslo claro: si cualquier palabra dicha por un niño es irritable, pronunciarlas para alguna queja o molestia es imperdonable… bueno, al menos lo era para mi madre.

Mi papá realmente era una persona ausente, aunque prefería su ausencia antes que fuera como era mi madre. De noche soñaba que llegaba a mi habitación para protegerme de los monstros de mi armario o los que se producían debajo de mi cama. Incluso llegue a pensar que venía con alguna mujer que interpretaba el papel de mi mamá, uno como el que una madre realmente debería realizar, y no la de esa puta que me parió ebria y con asco de mí, según lo que ella me confesó en mi cumpleaños número once.

Pero no siempre eran así mis sueños, otras veces eran pesadillas, terrores reales al imaginar que mi padre sería igual que mi madre, y que entre ambos me golpearan hasta el cansancio. Mi madre se cansaba a los cuatro minutos de golpearme seguido con un madero, una de las tantas veces pude cronometrarlo. Me aterraba pensar cuánto podría durar mi padre golpeándome con un madero, con mi corta edad de cinco años entendía perfectamente que los cuerpos de hombre y mujeres eran muy distintos. Al pensar en esos sueños, comprendí que la ausencia de mi padre fue una bendición por no castigarme a razón de mi existencia.

Recuerdo el momento que probé por primera vez esa droga, está clavado en mi mente tan fuerte como el recuerdo de la primera experiencia sexual de una dama, tan fuerte como lo es ese evento que nos marca de niños, tan fuerte que aun lloro cuando lo recuerdo, a pesar que ya hayan pasado cuarenta y resto de años.

Tenía nueve años, la noche ardía como si un desierto se tratase, por lo que decidí levantarme de mi cama e ir por un vaso con agua. Fuera de mi casa escuché como mi madre intentaba torpemente abrir la puerta de la casa, entre risas de ella y las risas de un hombre que en primera instancia asumí que era las risas de mi padre, pero al acercarme a la alcoba de ellos, pude verlo durmiendo mientras la televisión transmitía solamente estática por falta de programación en horas de la madrugada.

Me acerqué lentamente a la ventana y vi como un sujeto tomaba a mi madre por las caderas mientras acercaba las nalgas de ella a su cremallera de pantalón, ambos reían y cuando el sonido aumentaba, mi mamá lo callaba posando un dedo de ella sobre los labios de él que, posteriormente, los lamía “sensualmente” para luego besarle el cuello y finalizar besándole los senos, mientras ella gemía suavemente de placer. En un pequeño arrebato de cordura, mi madre lo separo, abrió la puerta y lo besó con un beso cómplice, rápido y de despedida, ya que acto seguido entró y cerró la puerta con la velocidad y sutileza de una adolescente que se ha ingresado a casa de sus padres luego de rebasar la hora que debía estar durmiendo.

Al ingresar y darse la vuelta, se encontró frente a frente conmigo con mi cara de asombro y repulsión. Esa noche, sin decir ni una sola palabra, me rompió dos dientes y una costilla.

La mañana siguiente casi no podía caminar, pero podían más mis ganas de alejarme de casa que el dolor en mi costado generado con cada paso que daba, y fue así como llegue a lo más profundo del bosque (o así lo llamaba yo).

Me encontraba sentado sobre una roca, pensando en cada golpe que me propinó mi madre la noche anterior, cuando de pronto apareció ese pequeño cachorro. Lo recuerdo tan detalladamente, sabía que no tenía más de cuatro meses, sabía que tenía hambre y se me acercó amistosamente, con grandes ojos y moviendo la cola velozmente.

Sentí ternura por él, esperé que se me acercara lo suficiente y, cuando fue así, rápidamente le puse la mano sobre el lomo y lo aplasté contra el suelo con firmeza. El cachorro dio un grito desesperado, de horror… me imagino que fue por asombro, no esperaba que yo fuera reaccionar violentamente contra él. Aullaba asustado, cada vez más duro, y se calló únicamente cuando le golpeé la cabeza con una piedra.

Ver la sangre saliendo de la herida en la cabeza del cachorro fue la primera sensación gratificante y excitante de mi vida. Me da pena confesarlo, pero fue mi primera erección. Sentí como mi cabeza explotaba de exaltación frenética, mi cuerpo temblaba igual como cuando moría de miedo porque mi madre se acercaba a mi alcoba, solamente que de manera placentera.

Esa experiencia me enseñó algo sobre mi madre, algo que comprendí al experimentarlo yo: ver cómo te miran unos ojos cargados de terror, es el mejor estimulante que te puede inyectar el cerebro.

En los meses siguientes, cada vez que mi mamá se preparaba para golpearme, yo ya no la miraba con miedo, sino la miraba desafiante, incluso indiferente (como la veía papá). Eso provocó que en menos de un trimestre no me golpeara nunca más, le quité el placer de hacerlo.

Al año siguiente ella murió, bueno, realmente se suicidó, no pudo más con su miserable vida. Realmente le dolía la indiferencia de mi padre, tanto fue ese dolor que su último acto fue ahorcarse en la alcoba de ambos, con una nota a sus pies donde expresó su sufrimiento y rencor por su esposo. Yo fui quien la encontró colgada, lo que permitió poder vengarme por todo lo que ella me había hecho.

“Esa puta no obtendrá la atención de papá nunca” fue lo que pensé. Tomé la nota de suicidio y la quemé, nadie supo nada sobre ella, solamente yo la leí y, a la fecha, no me acuerdo que decía.

Con ayuda de una silla y una navaja logré cortar la cuerda en que colgaba, pero tuve todo el cuidado que no cayera de golpe, no quería su cuerpo inerte se cortara por el golpe y llenara de sangre la alfombra, con la orina y eses eran suficientes. No creo que llevara más de una hora muerta, ya que su cuerpo se mantenía tibio y suelto. La sostenía por detrás mientras la bajaba y, a mi mente, vino el recuerdo del hombre entraño que la sostenía por la cadera, ya que mi posición era similar a la de él aquella noche. Ahí fue mi segunda erección, solo que más potente que un año atrás.

Al poner el cuerpo de ella al suelo, mi impulso y curiosidad sexual hicieron que le desabrochara la blusa hasta el punto que sus pechos quedaran expuestos. Eran grandes y firmes, ahora que lo pienso, mi madre tenía un buen cuerpo, por eso lo vendía.

La imagen de mi madre en el suelo con el pecho descubierto ha permanecido en mi cabeza en cada acto sexual hasta hoy, básicamente es mi motor de excitación para que mi cuerpo funcione en mis relaciones.

Sin saber bien lo que hacía, empecé tocándome mis partes, ya que de ahí provenía toda sensación de excitación, hasta que finalmente empecé a masturbarme con la naturalidad como si lo hubiera hecho por años. Sentía demasiado placer, cuando llegué el punto más alto de excitación, escuché como se abrió de golpe la puerta de la alcoba y seguidamente un grito de mi nombre con un tono de asombro y confusión.

Al voltear y ver a mi padre, pude ver los mismos ojos con los que me miró el cachorro en el bosque, así que tomé la navaja con la que corté la soga y, de un brinco, logré clavárselo en la yugular. Toda la excitación de ese momento es inefable, y la forma en que llegue al orgasmo fue sublime, mi alma rosó el cielo en la plenitud de mis sensaciones.

Fue sencillo librarme del asesinato de mi padre, pero me tuve que golpear muy duro en el rostro, llamar llorando a la línea de emergencias diciendo que mis padres discutían en la alcoba porque mi padre me golpeó y listo, lo demás fue conjeturas de los investigadores que crearon la teoría sobre cómo mi madre lo mató y luego se suicidó mientras yo vacía inconsciente.

Tuve que vivir el resto de mi adolescencia en un internado para huérfanos. Un lugar con una infraestructura gótica espantosa, pero ideal para satisfacer mi deseo de sentir el miedo en la gente. Se sentía el miedo por los pasillos, cada vez que llegaban niños nuevos iluminaban los corredores con sus llantos, me hacían sentir realmente lleno de energía y me fluía ardiente la sangre, estimulando todo mi sistema nervioso.

A los meses, ese llanto no era suficiente, se normalizaba en mi interior y no lograba sentir lo mismo que antes, cerraba mis ojos y recordaba los ojos de mi padre, anhelando sentir nuevamente lo mismo. Empecé a realizar acciones infantiles para atemorizar a los niños huérfanos y satisfacer mis ganas del miedo ajeno, tales como sustos nocturnos de sorpresa, mostrarles ratas vivas, mostrarles ratas que desollaba. Al principio funcionaba, pero realmente eran miedos efímeros, además de vacíos… no era terror real.

Cuando cumplí quince años me percaté que mi cuerpo era más grande y robusto que la mayoría de mis compañeros, por lo que decidí sacarle provecho a eso; no es algo que me enorgullecía, pero lograba satisfacer mi adicción. Al principio aborrecía perseguir a los pequeños para amenazarlos con golpearlos hasta que lloraran, luego tuve que cumplir las amenazas y golpearlos; la expresión del rostro de mis víctimas era perfecto, temblaban hasta que las lágrimas recorrían las mejillas. Con el tiempo me empezó agradar, disfrutaba golpear con el puño esos frágiles cuerpecitos y no era necesario golpearlos duro, solamente lo justo para que se sintieran atemorizados. La excitación me encontraba cuando veía esos niños en el suelo llorando, temblando y en algunos casos con orina en sus pantalones, por lo que corría al baño rápidamente y me masturbaba. Cada vez más mi mente me pedía repetir el ritual, incluso unas cuatro veces al día… era joven, tenía la vitalidad que desbordaba.

Un par de años luego, después de golpear a un jovencito de trece años, sus vestimentas se rasgaron lo suficiente para quedar semidesnudo, dejando expuesto sus piernas y nalgas. Yo no lo pensé ni un segundo, le propiné una patada tan fuerte que todo el aire de los pulmones del joven lo abandonó, dejándolo inmóvil en el suelo, ahí aproveché para desabrochar la bragueta penetrarlo. Descubrí que no hay mayor temor para una persona que ser violentado de esa manera, ni una golpiza podría generar tanto terror como una violación, o eso creí a esa edad.

Al cumplir los dieciocho años, salí del internado siendo mayor de edad, no recuerdo cuantas violaciones realicé mientras estuve ahí, nadie pone una genuina atención a los huérfanos. Las personas piensan que alimentando niños ya tienen abiertas las puertas del cielo, pero no observan el entorno donde se desarrollan, y si logran verlo, aprenden a ignorarlo.

Como podrían esperar, no soy un genio, por lo que la educación no era una ruta a seguir. Conseguí fácilmente un trabajo en una pescadería, me pasé el resto de años cortando peces, alistándolos en filetes para que personas como ustedes puedan tener una cena categórica en casa.

Mantener un olor permanente a pescado no me convertía en la persona más popular del vecindario, de hecho, podía ver en su mirada la repulsión al fijarse en mí, pero eso no me importaba en absoluto, me gustaba más mi soledad y mi silencio; pero mi comportamiento se volvía cada vez más brusco contra la sociedad, no por hacerme a un lado, sino como resultado de mi síndrome de abstinencia.

Tuvieron que pasar cinco años desde que salí del internado hasta que encontré una nueva víctima. Rápidamente comprendí las reglas de la sociedad y cómo actuar adecuadamente según las normas morales establecidas, no era un genio, pero tampoco era un idiota.

Intenté satisfacer mis necesidades sexuales como lo haría cualquier persona, pero yo era demasiado tímido, aparte mi inseguridad era la principal barrera para poder interactuar con cualquier dama; así que hice lo que cualquier hombre hace en esos casos: prostitutas. Acudí a ellas buscando un escape de la rutina diaria, así como exigía mi virilidad constantemente y, más importante, distraer mi cabeza para no pensar en mi adicción, que cada vez era más fuerte.

Todo fue en vano, lo que conseguí fueron burlas y miradas de compasión al no poder mantener una erección para ponerme un preservativo. Cinco años acumulé enojo y frustración por esas sucias rameras, pero una noche no me contuve más, y mientras se reía de mí una que contraté para esa noche, le propiné un puñetazo en la boca, quebrando la mitad de un diente incisivo y, por ende, sangrando levemente por el labio inferior. Me miro por una fracción de segundo e intentó huir, sin embargo, logré sujetarla de un brazo y tirarla a la cama. Yo sabía que ella gritaría, por lo que me anticipé y le propiné un golpe en la sien, dejándola un poco inconsciente, pero no del todo. Me importó un carajo el preservativo y así logré satisfacerme sexualmente, pero no era suficiente para mí, tenía sed de miedo ajeno, necesitaba sentirlo.

Sabía que no podía dejarla ir, así que la llevé atada hasta el sótano y la mantuve ahí encerrada mientras pensaba como liberarla sin verme perjudicado. Fue cuando una voz interior me cuestionó si era prudente dejarla ir o si mejor la utilizaba para mis placeres mientras pensaba cómo deshacerme de ella.

Si revisan un poco la historia, sabrán lo ingenioso que ha sido el humano para provocar temor y dolor a sus semejantes, siempre con diversos objetivos, pero el fin era el mismo: provocar terror ante las víctimas para obtener alguna información o confesión. Yo no quería ninguna información o confesión, yo solo quería ver el miedo en ella.

Inicié provocando miedo por medio de violaciones y maltratos “leves”, tales como azotarla con maderos, apagarle cigarros en los brazos, rociarla con agua congelada, entre otras, ustedes entienden. Pronto dejaron de satisfacerme lo suficiente, por lo que tuve que subir el nivel de estimulación.

Logré crear una pequeña instalación eléctrica en el sótano, en el cual podía atar a la prostituta de las extremidades y darle toques de electricidad. Me sentía orgulloso que yo mismo lo había construido, pero más me orgullecía era el pánico que le provocaba a ella.

Debo admitir algo ahora, era una chica ruda, entendió en el primer mes que mi objetivo no era sexual, por lo que intentaba no mostrar temor a mis torturas. Poco a poco su rostro dejó de reflejar miedo para solamente mostrar dolor, y eso me enfadó bastante.

Ese día me desperté con más deseos que lo normal, me sentía como niño que esperó despierto toda la noche para jugar con los regalos navideños obtenidos la noche anterior. Ella se despertó fría, sin expresión, con toda esperanza perdida; lo pude ver en la tonalidad de sus ojos color de café vacío. Quería estrenar un madero con clavos que había hecho la noche anterior, me moría por ver la expresión de la ramera al verlo, pero cuando se lo mostré, su rostro no expresó miedo ni preocupación, expresó resignación. Me cegué de ira por completo, y cuando nuevamente tuve control de mí, el madero con clavos se encontraba clavado en el costado izquierdo de ella, en mi boca se encontraba piel de su pómulo, y ella yacía en el suelo a mis pies.

Anteriormente nunca tuve que deshacerme de un cuerpo, tampoco fui un experto en criminalística, creí que quemar el cuerpo era suficiente para que nadie lo reconociera, no sabía sobre otros métodos para reconocer cadáveres, como a través de la dentadura… en fin, conocen el resto de la historia: me asociaron rápidamente a la desaparición de la puta por mis visitas constantes a ese club nocturno, me allanaron la casa y encontraron mis juguetes con los que me divertía con ella y las cintas donde grababa cada sesión. Ahora, aquí sentado delante de ustedes, me satisface ver el terror en sus ojos al contar mi historia, gracias por estos minutos para narrarla y gracias por hacerme sentir tan vivo el segundo antes de morir. Acabemos con esto y activen esta maldita silla de una jodida vez.



Autor: Esteban Cordero aka Corso

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