La vecina de ojos grises


Llegó una vecina nueva al pueblo. Tenía el cabello muy largo, se le movía como una culebra cuando el viento soplaba por las tardes.

Compró una casa viejísima y la fue reparando poco a poco.

Ella sembraba tomates en macetas y los vendía.

Nunca decía más de tres palabras seguidas. Con su perro hablaba en una lengua que nadie más comprendía.

Ella tenía una mirada como si hubiera vivido noventa años pero su piel parecía joven.

Su casa tenía un patio muy pequeño donde solo cabía un perro.

Nadie pudo averiguar de dónde trajo las macetas ni esa tierra clara.

Cuando el sol salía los sábados, ella iba de puerta en puerta a vender las bolas rojizas. Iba en una bicicleta que adelante tenía una canasta donde el perro se metía.

La bicicleta impulsaba una carreta de metal. Los ladridos eran señal de tomates frescos.

Ella les sonreía a los señores y ellos le compraban. Algunas señoras decían que ella los hipnotizaba.

Cada vez sembraba más y más, incluso tuvo que instalar macetas pegadas a sus paredes para poder caminar dentro de su sala.

Llegaron a ser tantos los tomates que se medio salían  por las ventanas a jugar con el viento.

Una vez un periodista tomó una foto a su casa y ganó un importante premio. Desde ese día, empezaron a verse algunos turistas dando vueltas por el pueblo.

La vecina de ojos grises siempre hacía la misma ruta, pasaba por los barrios y luego por el centro del pueblo. Se metía a las sodas, a  las zapaterías, a los talleres y a la peluquería.

En la peluquería ella se metía siempre como una hora pero salía con el cabello un poco más largo.

El peluquero empezó a tener una alergia en la piel, su esposa decía que era debido a los tomates con los que él llegaba a la casa.

La señora hizo carteles indicando que esos tomates eran tóxicos y los pegó en todos los postes de luz del pueblo.

Algunas horas después, varias doñas se reunieron en secreto y formaron un comité. Al día siguiente metieron un papel por debajo de la puerta de la vecina de ojos grises, indicándole que  ella tenía siete días para irse del pueblo.

Ella siguió sembrando y vendiendo.

Al séptimo día, en el poste de la plaza central del pueblo, su perro amaneció colgado y tieso.

Entonces ella se subió a su bicicleta y se fue pero antes quemó su casa. Una nube  negra invadió todo el pueblo.

Ya no llegan turistas a tomar fotos, ya no crecen tomates en el pueblo y ya no se ve a nadie entrar a la peluquería.



Autor: Felipe Sotela

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